jueves, mayo 08, 2008

Texto de uno de los asistentes de dirección JT


cine documental

Ni las inclemencias de la calle, ni los diferentes reformatorios, ni la impiedad de las cárceles pudieron cancelar el afán de libertad de María Esther Duffau, en adelante, La Raulito.
Empujada a la calle por la pérdida temprana de su padre y el irredento deseo de no someterse a las normas de la educación, La Raulito comprendió rápidamente que, para sobrevivir en ese medio hostil, era conveniente ser varón. Así fue como abandonó la pollerita tableada del primer hogar en que fue internada, se calzó los cortos y se lanzó a las calles de Buenos Aires como un pibe más.
“Eran otros tiempos”, recordaba La Raulito, “hoy te la dan para robarte las zapatillas”. Hablaba como si fuera presente de los códigos de la calle de la década del cuarenta del siglo pasado, los mismos que quizás le permitieron pasar inadvertida entre los muchachitos de su grupo, quienes la bautizaron primero como la Peladita, y luego con el nombre con el que la conocemos hasta hoy: La Raulito.
Se mantenía vendiendo diarios en el Centro y en Constitución -la sexta de Crónica y La Razón- haciendo eventuales changas y abriendo las puertas de los taxis. Las monedas recaudadas se trocaban por comida. Ocasionalmente trabajaba “en equipo” en los bares para hurtar un sandwich levantando la campana de vidrio, pero aseguraba que jamás robó nada para ella. A lo sumo “juguetes para los pibes, que me pedían: Raulito, mirá ese trompo, conseguímelo, dale”, confiaba, como una especie de Robin Hood de los márgenes.
Pudo seguir adelante con muy pocos recursos, pero quizás allí resida la razón por la que jamás pensó en tener una familia: “¿Estás loco? Cómo hacés para criar a un pibe en la calle? Porque yo si tenía un pibe lo quería tener bien, con la mejor ropa”.
Si nunca se dejó someter por la ley, La Raulito en cambio fue marcada por el estigma de la persecución y reiteradamente fue encerrada en reformatorios, comisarías y cárceles, al principio, y luego en instituciones neuropsiquiátricas. Siempre las faltas fueron menores que las condenas.
La vida de La Raulito estuvo, de esta manera, signada por la soledad y una pulsión de libertad intrínseca a su persona. La soledad de quien debe resolver lo urgente sin medias aguas, de quien no puede descargar las decisiones en otros ni puede hallar amparo en el otro. La libertad como utopía de un espacio transformador. Esa misma calle que la exponía a diferentes tipos de violencia, representaba el único lugar donde no la alcanzaba el sometimiento. “La gente tiene pajaritos enjaulados, pero si les abren la puerta se van a la mierda”.
Hasta el final fantaseaba con lo que nunca tuvo: un hogar propio. “Qué es un dos ambientes?”, preguntaba La Raulito, evidenciando que su conocimiento sobre viviendas se reducía a las inexistentes fronteras de la calle y a los jamás infranqueables paredones de los correccionales.
Y ante la posibilidad de tener un techo, el detalle de confort más importante para ella era “que tenga una ventana para mirar para afuera”, como vestigio de tantos atardeceres soñando fugas. “Para saltar un paredón hay que dejarse caer, como un peso muerto, y doblar las piernas, porque si caés con las piernas duras te rompés toda”.
Ante tanta reincidencia y tanto desapego a las ordenanzas, alguien decidió que los desarreglos de conducta de La Raulito eran indicativos de que no estaba en sus cabales, de manera que ordenó su internación en el neuropsiquiátrico de mujeres Braulio Moyano. Este es el capítulo más oscuro de su vida y a la vez uno de los más significativos para los observadores ajenos. Porque su internación derivó en un debate sobre las fronteras a menudo difusas entre lo que llamamos insanidad y el concepto de salud mental.
Cuando La Raulito se convirtió en una cierta celebridad marginal -merced a la película protagonizada por Marilina Ross- todavía tendría que enfrentar demasiadas tormentas.
En esos años también comenzó a aparecer públicamente como la más popular hincha de Boca, club en el que poseía una platea cautiva y donde se ganó el derecho a un rincón propio en la confitería, un espacio que guarda sus fotos junto a varias glorias deportivas del club. En los últimos tiempos, cuando adoptó el “look Palermo”, La Raulito firmaba autógrafos a simpatizantes y turistas como una celebridad más de la institución de la Ribera. Y utilizaba su popularidad para obtener pequeñas satisfacciones que antes eran impensadas: la camiseta de un ídolo, una invitación a almorzar. “Yo quiero ser una persona común, del pueblo”, decía.
Sin embargo, la mayoría de quienes se le acercaban a solicitar una firma o una foto conocían apenas su lado pintoresco, poco y nada sabían del carácter de su trayectoria.
En el Moyano, La Raulito conoció a “La Mami”, quien se convirtió en su compañera inseparable. “Yo la saqué del Moyano -decía La Raulito- cuando estaba casi muerta. Vos la ves así ahora, pero estaba consumida de cómo la cagaban a palos”.
“La Mami” aparecía alternativamente como una suerte de alter-ego de La Raulito. Ella y un perro callejero al que bautizó Pinky eran sus afectos más cercanos.
De sus años vividos en la calle, conservaba cierta desconfianza por los extraños, el lenguaje directo y procaz de los reformatorios y un vocabulario que permanentemente hacía referencias a personajes y situaciones de otras décadas. Charlando con ella aparecían El Mono Gatica, Olinda Bozán, El pibe Cabeza y Evita, entre otros íconos de la memoria colectiva porteña.
En ella permanecían trazos de su niñez, del anhelo por las pequeñas satisfacciones, cuando usaba el dinero de un medicamento para comprarse zapatillas nuevas, o cuando corría a un referí con la honda. Y también la impunidad de quien se sabe, en la recta final y con el crédito que dan los golpes asimilados. La Raulito estiraba los límites casi como un juego, porque sabía que ya no habría castigo, ya lo hubo por demás. “Portate bien, Raulito”, se repetía a sí misma como un latiguillo, la frase que tantas veces habrá escuchado de manera admonitoria. Cuando circulaba con visible dificultad motora por los pasillos crepusculares del Hogar Rawson resultaba difícil imaginar que aquella anciana era la misma que enfrentaba a policías y agentes del servicio penitenciario, aquella que como el mito de Proteo, cambió de apariencia para sobrevivir.

JT

miércoles, mayo 07, 2008

EXCELENTE ANECDOTA RAULIANA

A Alfredo Di Stéfano no me lo bancaba. Un día, en la semana previa al clásico que definía el Nacional 69, me le fui encima con un revólver de juguete. Estaba sentado en su auto y se puso pálido. íCoño, mujer! ¿Podemos hablar? ¿Hablar de qué hijounagranputa?, le contesté. Cómo no voy a poder entrar al entrenamiento si yo vivo para Boca? (La Raulito).


cine documental

LA RAULI, LA MAMI y LA PINKY en un atardecer en la galeria del Rawson





cine documental

EXCELENTE ESCENA